Como lo prometido es deuda y no somos morosos incobrables acá incluimos el cuento de Guillermo Martínez que completa la historia de la francesa.
LA TIMIDEZ INVENCIBLE DEL PROFESOR PIPKIN
El profesor Pipkin,
Arnoldo Pipkin, el autor de aquel librito de gramática que se usaba en los colegios secundarios hasta que apareció
el Ríos-Molina actualizado, espera en medio del andén vacío, en la estación de
Puente Viejo. Está quieto, de pie, como si el hecho de permanecer parado
pudiese lograr de algún
modo que alguien viniera a buscarlo.
Cierto Círculo de
Educadores Sarmientinos lo ha invitado para que diserte sobre sus años de docencia, y cada tanto, cuando el profesor
siente la mirada curiosa del jefe de estación, saca del bolsillo la carta que
le enviaron y relee el último párrafo, para convencerse otra vez de que no se
equivocó de fecha.
Toda la noche duró el
viaje pero el profesor Pipkin apenas pudo dormir. En su insomnio, imaginó un recibimiento en el que firmaba
autógrafos y escribía dedicatorias de su libro y respondía tal vez a un
reportaje para el diario local con esas frases redondas que guarda desde hace años por temor a
las burlas de su alumnos y a la risa de su mujer; y aunque el profesor odie
recordarlo, aunque le parezca mezquino estar recordándolo, acaba de recordar
también el sueldo íntegro que gastó en el traje nuevo.
Al mediodía, por fin,
el profesor se convence de que nadie vendrá por él y decide buscar un hotel donde descansar unas horas antes de
la conferencia. El jefe de estación le aconseja el Residencial Astoria, a dos
cuadras de allí. Al jefe de estación le parece recordar que existe, en efecto, un
círculo de educadore
en Puente Viejo. La dirección donde se ofrecerá la
conferencia, que también figura en la carta, parece igualmente correcta: es la
sede de la Biblioteca Alberdi en realidad la única biblioteca del pueblo, que tampoco está
muy lejos. El profesor le agradece con una efusividad en la que hay mucho de
alivio y sale a la calle principal, la avenida San Martín.
Apenas empieza a
caminar, el profesor Pipkin advierte qué desconcertantes pueden sonar aquí los
nombres de las mismas calles: acaba de cruzar la intersección sorprendente de
San Martín y Pellegrini, y 9 de Julio, la del hotel, resulta una miserable
callecita de casas bajas. El Residencial Astoria sobresale en una esquina. Tiene cuatro pisos y parece un edificio excesivo
para lo que es el pueblo pero el profesor recuerda que durante el verano, según le
han dicho, Puente Viejo se convierte casi en una ciudad por su balneario. Entra
por una pesada puerta giratoria. Apenas lo ve, el conserje deja a un lado el
diario que estaba leyendo y
se incorpora para atenderlo. El profesor Pipkin mira en
torno; ve el lustroso piso de parquet y la escalera alfombrada y se pregunta si no le
saldrá aquello demasiado caro, si no hubiera sido preferible permanecer hasta
la noche en el bar de la estación. Pero ya es tarde: el conserje está de pie,
sonriente, con el registro
abierto, y acaba de preguntarle por segunda vez su nombre.
El profesor recita con resignación sus datos.
-Tercer piso -dice el conserje extendiéndole una llave-. No se va a
perder.
En el primer rellano
desaparece el alfombrado de los escalones y de la largas filas de puertas enfrentadas un olor a encierro
empieza a impregnarlo todo. El cuarto que le han dado es pequeño y ruin, lo que
tranquiliza bastante al profesor. Hay una cama vagamente lasciva y al costado de la
cama un ropero, con un espejo rajado en la puerta. El profesor abre la valija de
inmediato para colgar su traje nuevo, que ha traído cuidadosamente doblado.
Entonces, al acercarse a espejo, por un momento no se reconoce. Aquella barba,
aquella barba desprolija barba de un día, barba de pordiosero... Cómo, cómo
presentarse así ante el público...
El profesor revisa la
valija frenéticamente, pero es inútil, ya lo imaginaba él: su mujer no ha puesto la afeitadora. Las mujeres nunca
se acuerdan de la afeitadora, piensa el profesor Pipkin con furia, como si de
pronto su vida estuviese llena de viajes y mujeres olvidadizas. Se sienta en la
cama y se mira de nuevo en el espejo, restregándose el mentón: no puede presentarse
así a la conferencia Consulta la hora. Es la una y cuarto. Ya estarán cerradas
todas las peluquerías No tendrá más remedio que esperar hasta después de la
siesta.
A las tres de la
tarde el profesor Pipkin decide bajar. En todo caso, piensa podrá recorrer el pueblo si todavía es muy temprano. El
conserje está dormido en su silla. El profesor deja sin hacer ruido la llave sobre
el escritorio. No se anima a despertarlo; supone que alguien, afuera, sabrá
indicarle dónde encontra
una peluquería.
El profesor Pipkin
camina por la calle del hotel, que está desierta. Hace calor, pero no se decide
a quitarse el saco: teme que en su camisa haya manchas de transpiración. Ve unos pocos negocios, todos con las
persianas bajas. Camina dos cuadras más, pero advierte que no mucho más allá se acaba el
pueblo. Decide doblar entonces en la primera calle lateral: Alvarado. Alvarado,
trata de recordar debe ser un prócer local; y se siente ligeramente aventurero
al desviarse por esa calle de nombre desconocido.
La calle Alvarado,
sin embargo, le parece pronto tan muerta como las anteriores. Pero por lo menos
hay sombra, piensa. Escucha unas voces, atrás de un Cit r o ë n , e n
l a c u a d r a s i g u i e n t e . E l
p r o fesor cruza la calle y ve a dos muchacho apoyados en el capot del coche. Hay también una chica, que
está sentada en el cordón de la vereda, mostrando bastante de sus piernas. Los
tres están fumando
y la muchacha, además, masca un chicle. Tienen, calcula el
profesor, la edad de sus alumnos. Se acerca a ellos con un poco de temor: las
estudiantinas y cierta inscripciones en el baño del colegio le han enseñado a temer
a sus alumnos. Esto por supuesto, no lo dirá en la conferencia, pero en el fondo
siempre ha sido así; é
les teme y ellos lo saben.
Los tres se han callado al verlo acercarse. El profesor pregunta por una peluquería y nota con disgusto que su voz sonó balbuceante.
-¿Una peluquería? -el
que habla parece el mayor del grupo. Da una pitada al cigarrillo y empieza a sonreírse-. Hay una muy cerca de aquí
-le dice.
-No, Aníbal -grita la
chica desde el suelo.
-Vos calláte -dice
Aníbal-. Por esta misma calle -indica-, una cuadra y media más adelante. De la
vereda de enfrente: tóquele timbre.
El profesor duda y
mira de nuevo a la chica, que masca concienzudamente su chicle, como si hubiera decidido desentenderse del
asunto.
-Una cuadra y media,
¿entendió? -escucha que repite el otro.
Apenas se da vuelta,
antes de llegar a la esquina, el profesor escucha la risa de los dos muchachos,
y un instante después una carcajada chillona, como si la chica, a pesar suyo, no pudiera evitar reírse también de
algo muy gracioso. El profesor Pipkin enrojece bruscamente. De todas las cosas que
el profesor no ent i e n d e d e l m u n d o ,
e s t e r u b o r , q u e
l e ha impedido desde siempre
enfrentar lo ojos de las mujeres hermosas o decir una sola mentira, es
para él quizá la más incomprensible. Durante mucho tiempo pensó que habría una
edad (primero supuso los veinticinco, después los cuarenta), a partir de la cual
a nadie, y tampoco a él le sería posible ruborizarse. Luego se fue dando cuenta de
que nunca se libraría de esas oleadas calientes, bien conocidas, que de tanto en
tanto le suben a la cara. Y ni siquiera me
están mirando, piensa el profesor mientras cruza la calle con la cara todavía roja.
La peluquería parece
más bien una casa en ruinas. La persiana, a medio bajar, está carcomida por el
óxido y en las paredes descascaradas asoma la dentadura de los ladrillos. De la
puerta cuelga un cartel de Glostora, que el profesor creía definitivamente desaparecido. Abierto , d i c e ,
p e r o l a p u e r t a
n o c e d e . El profesor Pipkin toca el timbre y apoya una mano sobre el
vidrio para mirar el interior, que está en penumbras. Ve un gran salón
polvoriento, con pisos de madera y en un costado un sillón de peluquero antiguo, con
arabescos dorados, del que se incorpora un viejo en musculosa.
El viejo abre la
puerta y lo mira con fijeza.
-Es... para afeitarme
nada más -dice el profesor Pipkin sintiéndose algo
culpable. El viejo lo sigue mirando, sin decir nada. Se
alisa lentamente con la mano
e l p o c o p e l o
q u e l e q u e d a
y c a m i n a d e
n u e v o h a c i a a d e n t r o , d e j a n d o l a
p u e r t a abierta. El profesor lo sigue; cierra la puerta y se queda
parado allí, en la penumbra del cuarto, vacilante.
El viejo no levanta
la persiana: va hacia el fondo y enciende una lamparita que ilumina a duras penas el sillón y el espejo. Desde allí
le indica al profesor con un gesto que se siente, mientras descuelga del perchero una
camisa blanca. Eprofesor obedece y mira por el espejo cómo el peluquero empieza
a abotonarse
A sus pies hay un revistero, con algunas revistas
amarillentas. El profesor se inclina y alza una distraídamente: es una Semana
Gráfica de casi treinta años atrás. Sangre atrasada, piensa. Nunca le gustaron las
revistas sensacionalistas. Vuelve a dejarla en el revistero y saca otra. Al ver la tapa
a la luz, recuerda sin
saber por qué el grito de la chica en la vereda. Es el mismo
número, es la misma revista. Se inclina de nuevo y revisa rápidamente el
revistero: son todos ejemplares repetidos de la misma Semana Gráfica, de
octubre del 57.
El peluquero se
acerca a sus espaldas; mientras despliega la pechera y se la ajusta al cuello, el profesor Pipkin se decide a abrir la
revista. Las hojas están endurecidas y algo pegadas por la humedad. El peluquero
remueve trabajosamente con la brocha el pote de crema de afeitar. La primera
nota es una entrevista a
todo color a un galán de cine que encontró el amor de su
vida. El profesor Pipkin ni siquiera recuerda su nombre. Hay varias fotos de la
pareja, a la salida de la iglesia, exhibiendo adecuadamente su felicidad. El profesor
piensa en su propio casamiento: por lo menos él ya sabía entonces que no había
encontrado al amor de su vida.
L a n o t a
s i g u i e n t e e s s o b r e
e l i n c e n d i o p a v o r o s o d e
u n s a l ó n d e
b a i l e . El profesor se apresura a dar vuelta la hoja para no mirar los
primeros planos de los cuerpos quemados. Entonces ve a la mujer . L a
f o t o o c u p a c a s i
m e d i a p á g i n a
HORRENDO, dice arriba en grandes letras, DEGÜELLO "A LA
NAVAJA". Pero en la foto la mujer está viva. No es solamente una mujer
hermosa. Hay algo más, algo en los ojos, o en la manera de posar, algo
violentamente sexual que se abre paso a pesar del peinado fuera de moda,
reclamando todavía todas las miradas.
-Le gusta, ¿eh?
-escucha el profesor, sobresaltado. El peluquero está de
nuevo detrás de él, con la brocha en alto-. A todos les
gustaba.
Le alza levemente la
cara y con unos pocos trazos hábiles se la cubre por completo de espuma. El profesor contempla en el espejo su
aspecto un tanto ridículo de Papá Noel y vuelve a mirar la foto, sin poder
evitarlo. Él nunca tuvo, nunca tendrá, una mujer así.
Hay otra foto, en la
página de al lado: un muchacho de pelo largo, muy joven, con un vendaje en la
cara.
El peluquero elige
una navaja de su bolsillo.
-Usted no es de acá,
¿no es cierto? -dice, y golpea con la navaja la foto de
muchacho-; tampoco era de acá él: se quedó por ella. -Habla
de una manera ausente, como para sí; las palabras quedan en suspenso.
-Se creían que no me
daba cuenta -dice con un remoto orgullo, mientra
afila la navaja. El profesor escucha el rítmico chasquido de
la hoja. Debería irme piensa, y mira por el espejo, con una fijeza implorante, el
filo que se apronta sobre su mejilla. La navaja empieza a crepitar suavemente,
llevándose pelos y espuma. El profesor ve aparecer un poco de su cara de
siempre, su cara lisa, algo colorada, y recuerda por un momento el traje nuevo
colgado en el ropero del hotel, la conferencia de la noche.
-Quince años me
dieron -dice el peluquero y limpia la hoja con cuidado-. Él se me escapó por poco, solamente un tajo en la cara...
-Parece perdido en una ensoñación-. Pero va a volver -dice con fijeza y se
sonríe un poco-. Yo sé que va a volver.
El profesor Pipkin ya
no lo escucha. Piensa en una marca que tiene en la mejilla, de un estúpido
resbalón en la bañera. Es una marca muy pequeña, no es ni siquiera una
verdadera cicatriz. Pero se verá cuando la hoja prosiga en la otra mitad de la
cara. Me levanto, pago y me voy, piensa. El peluquero vuelve a afilar la
navaja. El profesor mira de nuevo en el espejo las dos
mitades de su cara. Piensa en la mujer de la foto, en su vida en la que sólo tuvo
resbalones en la bañera, en una muerte a doble página capaz de arreglarlo todo, pero
sabe que no, que no es por eso que se queda. Sabe que si se queda es porque en ese
pueblo donde nadie lo conoce, él no se animará a salir a la calle así, con la
cara a medio afeitar.